A punto de morir en el Continente Negro


Los hechos ocurrieron hace más de 2 décadas pero situaciones de este tipo no se olvidan.
Los que leyeron mi presentación de: “La aventura de coger un tren”, saben que me dirigía a coger un barco que cruzaba el Mediterráneo con destino a Túnez - África. En el puerto de Trapani - Sicilia me sentía enorme. Subí a la nave e hice el viaje tomando el sol de primavera en cubierta.
Túnez, estaba hermosa y supo regalarme buenos momentos; cuando encuentre un espacio voy a hablar de este y de todos los demás países de África que conozco.
Volviendo al viaje:
En aquel momento yo no conocía África Subsahariana y pensaba que viajar por allí iba a ser un pelín más complicado que en Sudamérica. ¡Qué iluso!
Mi programa era ambicioso; pensaba cruzar el desierto del Sahara y seguir camino a Ciudad del Cabo en Sudáfrica pasando por todos los países del lado oeste del continente para más tarde subir visitando los ubicados sobre el lado este y algunos del centro.
Cuando terminé de visitar Túnez mi mente podía ver el horizonte más allá del Cabo de Buena Esperanza, incluso podía ver como se mezclaban las aguas del Atlántico y el Índico. Pero para llegar a tocar el faro que ve pasar los barcos en el punto más extremo de África me faltaban 7900 kilómetros en línea recta; equivalentes a unos 16000 siguiendo mi recorrido.
Las distancias no son un problema para un viajero con dicha buena. Solo que mi dicha no era buena. Cojo un tren de Túnez capital a una ciudad de Argelia todavía muy lejos de Argel capital del país vecino y punto de partida de la etapa que incluía cruzar el Sahara en dirección a Níger. Tanto calcular la mejor manera de atravesar el desierto, todavía hoy recuerdo la ruta de memoria, para nada. La policía  me bajo del tren en la frontera. “Sin visa no puede continuar”. Fueron sus palabras y fue inútil intentar explicar que los italianos no necesitaban visa para visitar Argelia. Pensé que era un contratiempo, viajando hay miles de ellos. Regresé en autobús a Túnez y al día siguiente me presenté en la embajada donde me dieron un golpe terrible; dijeron que no me daban el visado porque eran incapaces de garantizar mi seguridad en el país.
Fue como cerrarme la puerta de mi viaje en la cara. Pensé: “No pasa nada porque un intrépido viajero debe saber sortear barreras”.
Tenía fuerza para seguir adelante y para poder hacerlo le di un tijeretazo a la parte del mapa dónde aparecía el desierto del Sahara y volé por una cifra abusiva a Dakar capital Senegal.
Yo no hablo, ni entiendo francés pero lo que está escrito lo puedo leer con naturalidad. En el hotel había un periódico en ese idioma donde decía que se habían intensificado los ataques a extranjeros y recomendaba que no se alejen del centro. Lo leí en un minuto y lo olvidé en dos. Días más tarde, después de haber visto todo lo que me interesaba estaba listo para seguir camino hacia Gambia, país siguiente. La distancia no era excesiva pero como los caminos estaban en muy malas condiciones para llegar temprano salí del hotel antes de que amanezca. Llevaba poco peso, las calles estaban desiertas y yo caminaba despreocupado viendo que me tenía compañía la luna. Cuando llegué a lo que parecía una avenida me faltaba un kilómetro. En condiciones normales para un caminante esa distancia no es nada pero allí y en ese momento esa distancia era la diferencia entre la vida y la muerte.
Tres hombres delgados cruzan la línea de tránsito y vienen hacia mí. En lugares remotos la gente es curiosa y se acerca para de alguna manera comunicar. No era el caso de estos tres bandidos y yo que lo supe desde el primer avistamiento lo confirmé cuando comprobé que ni siquiera hablaban francés. Les recuerdo que esto sucedió hace mucho tiempo y les garantizo que no ha cambiado nada; esta gente es muy ignorante y piensa que un forastero lleva su mochila llena de dinero.
Iban a atacarme pero se demoraban, yo ganaba metros y cada instante valía oro. No había intento de comunicación conmigo y pocas palabras cruzaban entre ellos. Me seguían y, con el rabillo del ojo, veía como cambiaban posiciones. Esperando lo inevitable tuve tiempo de prepararme. Antes de la terminal de autobuses había una gasolinera, la veía, tan cerca y tan lejos. Llegar hasta allí era mi salvación pero no iba a ser fácil porque desde mi flanco izquierdo me golpean con un revólver en la frente. En chichón me duró un par de semanas pero el golpe no logró derribarme y por quedarme de pie otro de los malvivientes me lanzó una puñalada. Giré veloz y el cuchillo que iba dirigido a mí se clavó en la mochila. Hoy lo recuerdo y sonrío cuando mi mente repasa escenas de Hollywood donde pelean y no se le cae el sombrero. Yo me defendía sin bajar de mi espalda la mochila. Cargar con ella no impidió que logre coger a uno por detrás y aferrarlo con mi brazo por su cuello de manera de usarlo como escudo. Era alto pero liviano, tal vez, lo sentía así porque el miedo crecía mi fuerza. Después de la captura caminaba hacia atrás y lo interponía a los otros que venían con las armas. Calculo que el del revólver no tenía balas porque nunca colocó el dedo en el gatillo, sino que la usaba como una piedra para golpearme. Sin duda me jugué la vida y tuve suerte de que mis atacantes tenían muy poco cerebro porque al que yo llevaba a la rastra le hubiese bastado con aflojar las piernas y dejarse caer para dejar de cubrirme de los ataques de sus compañeros. Reculando me acerqué a la gasolinera, a gritos llamé la atención y así logré que vengan dos guardias con machete. Los que estaban libres corrieron y antes de que llegue mi auxilio solté al prisionero porque prefería que escape a tener que perder el día en la central de policía. No sangraba pero me dolía mucho el golpe en la cabeza. De todos modos, sin detenerme llegué a la terminal y abordé el primer autobús que partió a las cinco de la mañana.
Si moría iba a ser por mi estúpido orgullo porque dentro de la mochila no tenía absolutamente nada de valor, y si la arrojaba al suelo estoy seguro de que nadie hubiese impedido que, sano y salvo, me aleje. Pero en momentos extremos en forma equivocada uno suele sacar la fiera que lleva dentro y piensa que solo si le matan le van a quitar algo que le pertenece.  En situaciones de este tipo, hay que actuar con frialdad y tener muy presente que el orgullo no vale más que la vida.   
El viaje continúa; atrás quedan algunos países, había vuelto a ganar la confianza y en Lagos – Nigeria, despreocupado paseaba por la boca del lobo. En realidad era un mercado. Estaba a gusto porque su idioma es el inglés y no tenía problemas para comunicarme. Miraba cosas sin ánimo de comprar nada cuando se acerca un listillo y me dice que le dé 100 dólares. Otro de mis grandes fallos, pero soy así y no puedo evitarlo. Adoptando medidas de seguridad iba vestido de africano y descalzo. Hubiese bastado responder de buena manera: “Lo siento pero no traigo dinero”, y allí hubiese terminado todo. Pero Diego Siciarelli, es un mal político y la respuesta que llegó de la mano de sus diablos hizo que el interesado en el dinero comience a gritar: “Este que está aquí odia a los negros y forma parte de una organización de blancos que quieren exterminarnos”. Lagos es la ciudad más superpoblada de África y está frase, que repetía una y otra vez desesperado, movilizó a cientos de personas que por una u otra razón esa mañana estaban en aquel escenario. En ese momento identifiqué dos grupos; los que venían hacia mí con los ojos llenos de odio y los que se acercaban sin expresar nada. Un instante más tarde todos me golpeaban; con la mano, los pies y con varas. Caí al suelo y me estaban matando cuando al mejor estilo de “Superman”, un taxista, junto a un grupo de colegas, logró llegar hasta mí, me alzó y me llevó hasta su coche que sirvió para alejarme.
Pobre mi padre, repetir tantas veces enseñanzas que no encontraron destino. Exagero, de muchas instrucciones me acuerdo. “Los errores se pagan decían él”, y aquella vez me toco pagarlos: “Pedía 100 dólares y hablando de buena manera hubiese seguido el paseo sin abonar esa cuota y mi  rebeldía hizo que no pagué ese dinero pero  mi sensatez me obligo a regalarle el doble al taxista que me salvó la vida.
Cuando llegué a mi cuarto de hotel me desvestí y encontré que tenía todo el cuerpo de colores por los magullones, violetas, negros, bordo, morado y algunos tonos amarillos como jamás había visto. Tampoco faltaba el rojo de sangre seca y todavía hoy me queda una cicatriz pequeña arriba del ojo derecho.
Así es la vida y son cosas que pasan.
Ruego que nadie siga mi ejemplo y le pido a todos aquellos que se ven obligados a afrontar situaciones de este tipo, que busquen la solución de la forma más sensata posible.

Sin ningún rencor admito que me pudo el miedo

Después del segundo traspié en el mismo viaje, ya no era lo mismo y mis medidas de seguridad crecían demasiado el presupuesto. Entonces, con mucha pena decidí suspender el viaje y fue una de las desilusiones más grandes de mi vida. Pero África no iba a poder conmigo, ya les hablé de mi orgullo y, ahora que me conocen demás está decirles que prefiero morir a pasar por cobarde.  Entonces, modifiqué mi forma de viajar en el Continente Negro y regrese 5 veces. Mano a mano, voy a hablar de grandes desafíos y situaciones complicadas. Hoy puedo decir que conozco más de la mitad del África y no estoy interesado en pasar por todos sus países porque hay lugares donde cruzas las fronteras y no cambia nada. Por esa razón esta parte del mundo yo la divido en zonas. Eso no quiere decir que no esté en deuda y tan pronto como me dejen entrar en Argelia voy a cruzar el desierto. En situación parecida tengo pendiente de solucionar mi visita a Libia y para el año  2012 tengo en programa llegar a Eritrea, Etiopía, Djibouti, tal vez, Sudán, Sudán del Sur y Chat. (Incluir a los últimos 3 países en este viaje va a depender de las posibilidades que encuentre en Libia para seguir hacia el Sur)
Hay un refrán que dice: “No hay dos sin tres”.
En el año 2011 viajé a Brasil; llegaba el carnaval e iba a pasarlo junto a un grupo de amigos en Recife, entonces, para llegar mejor entonado hice un alto en Salvador de Bahía y me hospedé en el barrio de Pelourinho, reino del espíritu del carnaval. Dicen que el lugar es peligroso pero yo lo veía tranquilo. El colorido era maravilloso y me lo estaba pasando bomba. Iba venía por esas callejuelas bien iluminadas que parecían seguras pero una noche me emboscaron y me dieron un botellazo en la cabeza. Otro golpe que consiguió su chichón pero no pudo derribarme. Esta vez eran dos, botella y cuchillo contra manos vacías pero en esta ocasión el hotel estaba muy cerca y defendiéndome y caminando hacia atrás logré salvar el pellejo.

Take care

Tengan cuidado y recuerden que donde afloja la educación se pierden los principios.

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