Macao

Es una antigua colonia portuguesa que fue restituida a China, ubicada en el lado sur de la desembocadura del Río de las Perlas. Su territorio integra a una pequeña península y dos islas que por capricho del hombre están unidas entre sí y, a su vez, conectadas al continente por una serie de puentes de dimensiones importan­tes.
Llegué desde Hong Kong, después de un paseo en helicóptero que demoró 25 minutos. Del cielo al suelo; cuando salí del terminal seguí haciendo camino andando. Es que el vuelo, además de regalarme unas vistas nocturnas maravillosas posibilitó que divisase el lugar de mi destino: “El Sands Hotel y Casino, se encuentra a un manojo de pasos de la terminal.
Al llegar a la calle me sorprende un ejército de personas repartiendo publicidad y una flota de minibuses propiedad de los casinos que esperan para llevar, sin cargo, a todo aquel que sin importar la razón se dirija a los complejos. En los primeros minutos descubro que puedo pagar con moneda de Hong Kong y eso me quita presión. La ciudad es lo más parecido a un gigantesco parque temático estrellado por las casas de juego que hoy superan en forma holgada los ingresos de la mismísima Las Vegas.

Fotografiando mundo desde todos los ángulos

La parte antigua, de callejuelas empedradas y angostas, todavía conserva el espíritu de antaño  que comparte los espacio con los sitios emblemáticos.
La Catedral de San Pedro se encuentra al final de un camino que presenta una sucesión de puestecitos que venden mantecados y turrones, legado de un pasado de tradiciones portuguesas. En esta parte de la ciudad el contraste es patrón de la belleza. Disfrutando llego al centenar de escalones que anteceden a una fachada imponente del siglo XVI, símbolo de Macao y joya para los ojos. Por detrás de la única pared en pie, que queda del templo, una escalera de metal estructurado nos lleva hasta las ventanas superio­res. Subo a echar un vistazo y me deleito haciendo marcos con los muros de cemento viejo. Tres aberturas para otros tantos cuadros distintos, realmente, bello. 
A pasos de aquí otra escalera, en este caso mecánica, nos lleva a un viejo fuerte hoy transformado en museo, subo a curiosear y desde las alturas veo el monte que hospeda el faro. Durante mi llegada en helicóptero lo había visto redoblar esfuerzos para no perderse en el mundo de luces que crean los voluminosos complejos que albergan los casinos. No solo contra eso lucha el viejo faro, Macao, no se cansa de ganar territorio al mar y el pobre cada vez está más lejos del agua.
Del distrito rojo mejor conocido como  la Rua de Felicidade, hoy solo queda imaginar a las muchachas asomadas en las venta­nas de arriba o apoyadas en la entrada pero hay una energía que invita a buscar la concentración para viajar a aquella época. Acepto el reto, me concentro  y veo una fauna de clientes locales y foráneos donde destaca un grupo de marine­ros que baja la calle cantando. ¡Hermoso viaje!… Cuando re­greso las muchachas ya no están pero de todos modos hay un perfume sus­pendido en el aire me dice que underground una parte de ese mecanismo todavía está funcionando. Las costumbres perduran en el tiempo; está fresco y tanques enormes queman leña para calentar la calle como lo hacían ellas que iban ligeras de ropa. El juego y la prosti­tución siempre van de la mano porque el hombre que va por diversión quiere que la vueltecita sea bien redonda.
En Macao hacia donde la vista va dirigida aparecen palacios de juego.
El hotel y casino Gran Lisbon
Sí fuese obligado a elegir un adjetivo calificativo que le re­presente me decantaría por: Magnífico. El edificio repre­senta una flor de loto y está inspirado en los fascinantes Huevos Fabergé, realizados en materiales precio­sos y que cada uno en sí mismo representa una obra de arte y juntos componen uno de los conjuntos artísticos más impresio­nantes de todos los tiempos. Comenzaron siendo un regalo a finales del siglo XIX del Zar de Rusia para su esposa la Zarina María. Una tradición anual para conmemorar la Pascua Ortodoxa que se transformó en una costumbre que acompañó a otros acontecimientos importantes. Los hue­vos son pequeños y preciosos. Igual de bello pero gigante es el Gran Lisbon.  En esto me recuerda la modalidad de Las Vegas, que también se aplica en Macao.
“Grande, fuerte, lujoso y costoso.”
El hotel parte de una base esférica, de dimensiones co­losales, aplastada de manera de obtener el largo superior paralelo al que sigue la línea de suelo. La estructura es de metal dorado y esta revestida de cristal de tono idéntico. Para lograr esa forma geométrica, triángulos enfrentados arman rombos divididos al medio y cientos de estas figu­ras recubren toda la superficie. La arquitectura es sublime y sobre el perímetro de todos sus rombos están alojadas cientos de miles de lámparas. Cuando la noche echa el manto sobre Macao un potente programa informático, en colaboración con una importante cantidad de proyectores, crea imágenes y escribe en su superficie palabras; arte en movimiento.
 La arquitectura buscaba la caricia de las nubes y el espectáculo trepa a los cielos. La es­fera encierra el grupo de los ocho primeros niveles que alojan el fausto casino. Donde termina el bulbo nace la torre que encarna el tallo de la planta. Los materiales son los mismos: metal y cristal del color del oro. En el camino el diseño desafía la física y la construcción se abre como lo hace la flor que representa: (El loto es el símbolo nacional de Macao). En la parte superior las luces también saben hacer muy bien su trabajo.
Las puertas de in­greso también son vanguardistas, como si se tratase de la entrada a una ciudad en otra galaxia. En el interior impre­sionan las columnas, la lluvia de cristales, el dorado, los jarrones y otras obras. Los trabajos en marfil son alucinantes y un monje de madera tallado sobre el tronco que nace de una raíz extendida como la prolongación de sus hábitos, también lo es. Aquí hay mucho más material de buen gusto porque el complejo pertenece al Señor Stanley Ho, nacido en Hong Kong, famoso porque a pesar de haber empezado de cero supo crecer su dinero hasta llegar a ser uno de los hombres más ricos del mundo. Querido, respetado e in­cluso calumniado. Innumerables premios y condecoracio­nes abalan que es un grande de vida intensa.
Para llegar hasta el Cotai Strip, abordo una naveta de un casino y esta me lleva a través de uno de los puentes a la isla de Taipa ahora unida a su similar sucesiva de nombre Colane, gracias al relleno del espacio de mar que les se­paraba. Ya del otro lado el autobús cambió varias veces de camino hasta que se enfiló por el bulevar Cotai Strip, el mismo dispuesto a igualar y superar al Strip de Las Vegas. En el Venetian Resort y Casino, el transporte descarga a los pasajeros que de inmediato palpan el sabor de la aventura. Ya sobre el sitio pre­siento a un monstruo creado por el atrevimiento de un grande, este señor es nada más y nada menos que Shendon G. Anderson, y su Venetian es la obra faraónica capaz de deleitar sin excepción a todos los privilegiados que lleguen a verla. Leí en algún sitio que este judío ame­ricano empezó de la nada. Dicen que cuando era muy joven le pidió dos cientos dólares prestados a un tío suyo y con ese di­nero compró una parada de venta de periódicos; apenas más tarde, a sus dieciséis, era el propietario de una im­portante cadena de máquinas expendedoras de cotidianos. Un hombre con una historia digna de seguir con deteni­miento —ahora dando un salto chapucero— agrego que este gran emprendedor a pesar de la crisis del 2008-2009, sigue cómodo dentro del grupo de los hombres más ricos del mundo. Volviendo al complejo Venetian, podemos decir que es un atractivo colosal que en el exterior se presenta con la torre de la Plaza San Marco, el Puente del Rialto y parte de la laguna veneciana —hay muchos más edificios que representan a su par italiana—. Por fuera majestuoso y por dentro sublime; corredores de mármoles lustrosos hasta el punto de reflejar los frescos que en los techos se suceden; estoy un pelín exagerando. Un complejo del tamaño de un aeropuerto poseedor de canales, salpicados por góndolas, que recorren el interior donde abundan las tiendas exclusivas. No falta nada; hoteles de las mejores marcas, la arena y salas con espectáculos ex­celentes del nivel de Zaia, por El Cirque Du Soleil y artistas de la calidad Celine Dion, solo por citar ejemplos.
Deslizando mi andar sobre el mármol —las alfombras lo cubren todo excepto los corredores y las escaleras— ahora llego al ingreso del área de juego —y perdón por la expresión—. Se me acaban de caer los dientes. Cuatro salones unidos que forman un increíble espacio al­rededor de un pequeño centro. Cincuenta y dos mil metros de casino, para más de ochocientas mesas de juego, cua­tro mil cien máquinas de ranura, quince mil sillas y aunque parezca increíble a  pesar de la disponibilidad fuera de las salas V.I.P, en las horas de punta no es sencillo encontrar sitio.
El dinero se esfumó pero nos vamos sabiendo que al menos perdimos disfrutando.
Donde termina la parte continental se levanta la Torre de Macao, es más que eso, es un complejo que integra tien­das, salas de conferencias, entretenimientos, cafeterías y restaurantes. La Torre se ve idéntica a la Stratosphere de Las Vegas. Esta como aquella también, posee una pla­taforma de Bungee Jumping en uno de los pisos de la cima.
Macao es el paraíso  del juego y su noche es el mejor complemento. Espero verles pronto por aquí ganando dinero en alguna mesa de apuestas. Ahora les dejo con una colección de fotografías de mis 2 ultimas visitas.

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