Hong Kong, año 2010, de la serie "Viaja conmigo"

Aterrizar en el aeropuerto de Hong Kong, ya no es lo mismo. Recuerdo la experiencia, era como ir montado dentro del aparato en un juego de Play Station. El avión se enfilaba entre los rascacielos y tú te preguntabas: ¿Adónde vamos a bajar? De repente quedaban atrás los edificios y aparecía la pista un camino en medio del agua, entonces, llegaba la parte más emocionante cuando el piloto bajaba deprisa los morros de la aeronave y se largaba en picado para aterrizar. Esto ya no es posible porque el Aeropuerto Internacional de Kai Tak, localizado entre rascacielos y casas, era tan espectacular como peligroso y por esa razón hace más de una década que dejó de existir. Hay momentos que mi cabeza rehúsa  aceptar que aquellos lugares donde disfruté sensaciones maravillosas ya no están. De todas maneras, se erizan mis  bellos al recordarlo.


A continuación muestro otro bonito recuerdo de mi primera visita



Presentación de imágenes de mi séptima visitas




En el siglo XIX después de La Primera Guerra del Opio, hubo dos con sendas victorias del Reino Unido, cuando el opio era un importante analgésico capaz de enfrentar en una carnicería a dos pueblos tan distantes y tan distintos Hong Kong, que en cantonés significa: “Puerto Fragante” pasó a ser una colonia Británica (hoy restituida a China). Después del primer triunfo con consentimiento de una China derrotada los ingleses se apropiaron de la isla de Hong Kong y en etapas, sucesivas no siempre guerreando, añadieron territorio y más islas hasta llegar a las dimen­siones actuales; un estrecho terreno continental que fina­liza en la Bahía de Causeway, la misma que forma un am­plio arco con una pequeña flecha representada por la península de Kowloon, que apunta a la isla de Hong Kong y un par de centenares de islas de menor importancia salpi­cadas, aquí y allá, son el culminante de ese conjunto pre­cioso.
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La ciudad se ve maravillosa pero el alojamiento que tengo reservado es lo peor de por aquí. El sitio se llama Chungking Mansions y está ubi­cado en el corazón del popular barrio de Tsim Sha Tsui sobre calle Nathan, alma comercial de Kowloon e impor­tante vía de tránsito que atraviesa varios barrios de la parte continental. La zona va caminada por turistas de cientos de nacionalidades. En sus vidrieras se exponen di­amantes, joyas y, en menor escala, regalos de poco pre­cio. Abundan los restaurantes de lujo y establecimientos que sirven comida rápida. Fuera de la estación del Metro hay que tirar demasiado atrás la cabeza para ver el cielo. Más abajo los anuncios regalan colorido a una multitud de pasantes. «¡Vaya Mierda!», pensé cuando llegué a la puerta del edificio y vi apostada toda esa fauna sedienta de tu­ristas. El sitio era horroroso pero lo que le faltaba de bello lo compensaba con lo que le sobraba de enigmático. El lugar tiene sus galones, aquí se han filmado escenas de películas. El edificio data del año 1961, cuenta con cinco bloques de diecisiete plantas cada uno y aunque parezca increíble, unas 2000 habitaciones se ofrecen diariamente en este sitio, que es lo más parecido a un panel de abejas en versión humana. Con el rostro de uno que está oliendo caca, trepo por la escalinata y me enfilo en­tre la multitud por una amplia galería central en busca del bloque “D”. La entrada no está sobre el corredor princi­pal y esa razón me obliga a hacer camino por un laberinto de pasillos formados por: restaurantes hindúes, tiendas de ropa, oficinas de cambio de moneda y una sucesión inter­minable de negocios dedicados a vender aparatos electró­nicos, teléfonos móviles, relojes al por mayor y chucherías tecnológicas de bajo precio. Comercios que se salen de los parámetros de la actividad tradicional incluso al margen de la legalidad. En su mayoría son regentados por indios, pa­kistaníes y africanos aunque también hay unos pocos chi­nos.
Cuando llegué al ascensor me encontré con una línea de gente en espera. La máquina de subir y bajar, por cierto en buen estado, funcionaba como una caja cómica. Después de ver todo lo que salió de allí, no me hubiese horrorizado si apa­recía un elefante o el mismo Yeti, bueno un paquidermo fue capaz de subir a la mismísima Torre Eiffel. Los res­taurantes, que vi en el camino, solo tienen los exposito­res de comida en contacto con el cliente y se sirven de mi­croondas para calentar sus productos. Estos aparatos por falta de espacio suelen estar en el suelo mientras las ver­daderas cocinas se mantienen ocultas en los pisos supe­riores con las consecuencias del ir y venir cargando aro­mas y sabores hindúes. De la higiene mejor no hablar y del resto, de ese todo, que forma un mundo llamado Chungking Mansions podemos decir que viaja sobre la línea fina que hace límite entre lo aceptable y el contrario. Por fin llegó mi turno, subo e instantes más tarde abandono la caja de carga en el octavo piso. Los inmigrantes indios y paquistaníes son unos atrevidos, sobre todos estos últimos que mascan tabaco rojo y escupen ese horroroso bolo de saliva pur­pura, en el suelo y muchas veces sobre el blanco del muro, Chungking Mansions, es un vivo ejemplo de esa mala costumbre. La número 8 era mi habitación; la observaba desde afuera y temía no caber en ella. Exagero es pequeña pero no a ese extremo, cuenta con una cama alta para poder colocar debajo el equipaje y un mueblecillo donde sin problemas puedo apoyar mi pequeño ordenador. En el otro lado, a tres pasos largos de distancia detrás de una puerta corrediza, aparece un cuarto de baño    de dimensiones de  Walt Disney, en sus cartones abimados, donde de forma graciosa pero ingeniosa han incluido la ducha. En lo alto al pie de la cama cuelga del techo un televisor y en el lado contrario, sobre la cabecera embutido en la pared hay un aparato capaz de suministrar aire refrigerado o al contrario en caso de que haga frío, esto último no es demasiado frecuente en esta parte del mundo. El cuarto no tiene ventanas y la empleada me dice que para saber cómo está el tiempo fuera mantenga encendido mi ordenador y tenga siempre a mano la página meteorológica. 

Otra vez con el cielo sobre mi cabeza, bajo por calle Nathan y al final de la línea de tránsito, giro a mi derecha, paso frente a una seguidi­lla de tiendas oficiales de las marcas de relojes más costo­sas del mundo y cuando el lujo queda atrás vuelvo a cruzar en dirección a las aguas del estrecho, que ancho unos cientos de metros separa la parte continental de la isla de Hong Kong, la primogénita que da nombre a todo el territorio. Daba pasos cuando no pude hacer a menos de detenerme para observar la Torre del Reloj. Una construcción de medio centenar de metros que como su nombre lo indica alberga el que da la hora. La torre es lo único que queda de la antigua estación de fe­rrocarril desde donde partía el binario que unía Kowloon a la ciudad China de Guangzhou. Fue un sabio quien entendió que aquella que fue y es todo un símbolo no podía estar sola e invitó a unas palmeras a formar una pasarela para redondear el paisaje. Cuando atrás quedó el reloj, delante tenía la orilla con­tinental del estrecho; a la zona se la conoce con el nombre de Watherfron, (Frente al agua). En general esta parte del mundo es una sucesión de gratas sorpresas. Ahora camino por un paseo, pensado para regalar encanto, co­nocido como la Avenida de las Estrellas. Un viaje por un corredor sobre columnas que emergen de las mismas aguas donde muchos actores famosos, en algún punto del paseo, han dejado sus manos marcadas en cemento fresco. La obra es exquisita y las normas estrictas, por allí se prohíbe fumar aunque sea un área al aire libre. Después de la Avenida de las Estrellas inicia el estrecho recorrido visual por embarcaciones capaces de agigantar cualquier leyenda. Las hay variadas y sin lugar a dudas los más codiciados por el ojo humano son los juncos chinos, barcos de ma­dera de poco calado que exponen al viento un tridente de velas rojas. Siguiendo camino, del otro lado del líquido aparece la isla de Hong Kong que pasó a dominio británico en 1842. Mucho ha cambiado desde entonces, hoy ese trozo no muy extenso de tierra que le tiende la mano al continente y le hace un guiño al océano se presenta con uno de los Skilyne más bellos del planeta. Un centenar de edificios decoran el paisaje de cristal y acero que llega al cielo. Cuando el Sol dice hasta luego aparecen sus luces para embobar de gusto a residentes y visitantes llegados de lejos. Recorriendo sus formas saltaba a la vista que había dos grandes grupos; los que solo delineaban sus contornos y los otros que mostraban su superficie repleta de bellos dibujos. Luces blancas compiten con una co­queta luna y otras de colores buscan hacer lo mismo con las estrellas. La belleza es propiedad del conjunto; la felicidad llega, penetra por la vista y carga de emoción el alma. Ahora las olas golpean contra el paseo, comienza a hacer frío y un clarinete imaginario suena retirada, entonces, echo un último vistazo y marcho pensando: «¡Además es gratis!», me refiero a admirar el paisaje. 

¡Qué cosa más fea! Levantarse y no tener una ventana para ver el cielo. 

Otro día de paseo; bajo al Puerto Victoria, entro en la estación de transbordador, cojo una ficha de la máquina, paso el molinete y abordo una preciosa reliquia de acero y madera. Sobre el estrecho sí que corre aire puro; aspiro profundo y gozo. Una aventura es una seguidilla variable de buenos y malos momentos. Disfru­tando llego del otro lado y desciendo en el embarcadero central de la isla de Hong Kong. Sin salir de la terminal cojo por una pasarela elevada cubierta y siete minutos más tarde, obligado porque el camino termina, bajo la docena de metros que me separan de la calle. Son joyas que ruedan sobre angostos binarios y no puedo evitar de hacer un alto para verles pasar. En otras partes del mundo también los hay muy bellos pero mi intención no es comparar tranvías sino hacer ameno este momento. Después de ver el más hermoso en funciones desde 1905, echo andar hacia arriba en busca del sur de la calle Hollywood, mejor conocido como “Soho”. Hay lugares en el planeta que nos obligan al descubrimiento, por esa razón, cuando en­contré el sitio me vi forzado a seguir de largo. Es que me topé con el curioso corredor de escaleras mecánicas al descubierto más largo del mundo y no podía hacer a me­nos de ir a ver dónde conducía. El terreno de la isla de Hong Kong y del resto del territorio, pero sobre todo el no continental viene dominado por escarpados; esos acci­dentes geográficos sumados a la estreches de la mayoría de sus antiguas calles y la gran cantidad de edificios, ins­piraron a proponer métodos poco inusuales de transporte; la escalera es uno de estos. Cuenta con dos docenas de tramos que se interrumpen cuando llegan a una calle para recoger al caminante, inmediatamente, del otro lado. No importa lo que hay después de aquello, todo el camino es una fantasía de locales variados con un amplio dominio de las casas de comida. 

La calle Lockhart está en territorio de la isla y es el alma de la vida nocturna del lugar. En esta oportunidad voy a cruzar las aguas por los túneles del Metro; cojo el convoy fuera de mi dormitorio para más tarde salir en una estación a pasos de destino. Este sí que era un sitio divertido, colorido por un sin número de locales, donde sin lugar a dudas la guinda del postre son las mucha­chas, las hay muy audaces que en el afán de hacerse con un cliente lo avecinan e insisten en la misma acera. Hay discotecas y bares, incluso algunos de los pub son fuera de serie, también los hay normalitos, la zona es un lugar de batalla y el noventa por ciento de las mujeres aquí presentes están para sacarse una paga, resulta sencillo reconocer el grupo de las que arriendan y los rostros de los que buscan un cuerpo asiá­tico en arrendamiento, al final disfruté un poco del espectáculo que genera este tipo de comercio y después marché. Vagaba sin rumbo, observaba y no cambiaba la primera opinión que me había hecho del barrio; es un sitio divertido y se palpa alegría pero no es, precisamente, lo que estoy buscando. En una esquina encuentro a unos jóve­nes, hablaba inglés y parece que lo tienen todo muy claro. Entonces les dejo ganar unos metros y voy detrás de sus pasos, de esa manera, llegué a un local de música electró­nica y me lo pasé genial. Abandoné el sitio en la mañana entre quimo­nos de seda. Es que en la misma calle, mientras nosotros bailábamos, montaron un mercado, había puestos por todos lados, incluso uno obstaculizaba la salida. Fue gracioso atravesar un perchero repleto de prendas, entre rizas que alertaron a clientes sorprendidos que observaban atónicos a la pareja re­cién llegada al mundo real. 

Curiosidad
Con la proximidad de “La Fiesta de Primavera”, que co­incide con la celebración del “Año Nuevo Chino”, Hong Kong se ha puesto manos a la obra. Miles de faroles rojos terminados en vivos amarillos penden en hileras su­cesivas que cruzan las calles. Escritos con caracteres de su lengua portando deseos de prosperidad, felicidad y abundancia, están por todos lados. También se multiplican las imá­genes dedicadas a los llamados "Guardianes de las Puer­tas" aquellos que ahuyentan el “Nian”, un monstruo que llega para estas fechas; un producto de leyenda que la tra­dición conserva. 

Un funicular histórico, de color guinda y techo blanco, relativamente, nuevo sin abandonar el diseño de otra época, lleva al Pico Victoria
Cuando se cerraron las puertas el par de carrozas, que iban sujetas a un convoy gemelo que en este caso bajaba por un principio de polea simple, comenzó a trepar la cuesta. De esa manera iniciamos el viaje por un binario férreo que trepa ladeado por una vegeta­ción, valiente y salvaje, capaz de mantener a distancia a la otra jungla, la jungla de cemento. En algunos tramos aparecen las vistas que anticipan un panorama de óleo en lienzo. Al final del recorrido el medio nos descarga dentro de La Torre de Peak, un edificio de cristal, cemento y acero con escaleras mecánicas que recorren sus ocho ni­veles repletos de tiendas y centros de recreo. El sitio es bonito y se muestra colorido, complementos que llenan espacios en el recorrido hacia lo que, realmente, vale el paseo: la terraza por sus vistas. El día se va pero todavía está claro, cuando encuentro un hueco entre personas y apoyo mis codos en la barandilla. Desde esta ubicación privilegiada observo allá abajo los barcos. Hong Kong, ocupa el ter­cer puesto, por volumen de movimiento portuario, del mundo. El primer lugar pertenece a Shanghai, seguido de cerca por Singapur, otra de las bellas de Asia. Como telón de fondo el cielo, y debajo del celeste el verde dibuja montañas; detrás de aquellas elevaciones está China. El tiempo sigue su curso sin dejar atrás el hechizo. Falta muy poco para que que una noche, de estrellas y luna, coja el control del cielo y los dioses de las luces hagan lo propio en este trozo de tierra divina. Tengo tiempo; dejo mi posición y camino por la terraza en busca del extremo contrario para seguir la muerte del Sol en el mar Meridional de China.





El tiempo avanza y cuando nuestra permanencia aquí está llegando a su fin, todavía nos queda por degustar el postre. El Año Nuevo Chino es mucho más que eso; hay desfiles de dragones, Lion Dance y para terminar los fuegos artificiales nos harán pasar momentos inolvidables.¡Qué espectáculo! Espero que ustedes también hayan disfrutado el paseo. Ahora les dejo con el video de despedida. Hasta la próxima.


Sean felices

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