La aventura de coger un tren


«¿Dónde aprendiste a cocinar?» «Un poco aquí, otro allá. Cuando la pasión es tu maestra aprendes sin darte cuenta —una serie de bocados sin tregua y luego abrió otra vez un paréntesis—. En muchos momentos de mi vida me pregunto: “¿Y si fuera rico? —Pienso y me respondo—. Quisiera estar en el mismo lugar haciendo lo mismo”. Cómo es la máquina humana y sobre todo su motriz el cerebro, con sus millones de funciones y su verdadero potencial hasta ahora mínimamente descodificado que crea emociones capaces de hacer que momentos simples sean espectaculares. ¿Tú me creerías si te dijese que una de las emociones más grandes de mi vida, fue coger un tren? Te contaré: “Había planeado un largo viaje, cruzar el desierto del Sahara desde Argelia a Nigeria y desde allí continuar por el África Negra hasta llegar a la Ciudad del Cabo. Pero antes de todo eso debía realizar un viaje de tránsito desde Roma a Túnez que era mi verdadero punto de partida en aquel continente. En la capital italiana había visitado a unos amigos y estuvimos dos días de fiesta. Luego de tal maratón de diversión, tomé una ducha, me vestí, cargué mi pequeña mochila y a trabajar porque mi manera de viajar es exigente y soy incapaz de considerar lo que hago como turismo. Mi forma de recorrer el mundo es un gran desafío en forma de aventura y lo tomo como un trabajo; cada día me levanto temprano, exploro, recorro hasta más no poder, luego duermo y al día siguiente más en otro sitio. Cuando he logrado objetivos o simplemente porque lo creo oportuno abro espacios para mí, en sitios especiales y descanso o me divierto según las exigencias del guion del momento. Sigamos, llegué a la Estación Central de Roma, comprobé los horarios, compré un boleto, abordé el tren y dormí. Desperté por la noche en Regio de Calabria, con el ruido que producía el refriegue de los vagones que embarcaban en el transbordador; la nave cruza tren y pasajeros del otro lado del estrecho. En la Isla de Sicilia mi transporte finalizaba el recorrido y en la Estación Central de la ciudad portuaria de Messina, volví a comprobar la tabla de horarios y me dirigí al andén donde debería haber encontrado el tren con el que llegaría a Palermo. Lugar donde necesitaba combinar con un último tren para llegar al puerto de Trapani, donde a media mañana debía abordar un barco para llegar al norte de África.

El recorrido
Cero, treinta minutos, ni rastro del convoy y me puse un poco nervioso porque el barco al que necesitaba llegar a tiempo, efectuaba un solo servicio a la semana y no me podía permitir permanecer varado siete días. Entonces busqué un empleado de la estación, le pregunté por mi tren y este me dio la terrible noticia; los tablones de información indicaban el horario de verano que estaba vigente hasta las cero horas del día que acababa de empezar. El hombre llamó a otro colega por teléfono y este le confirmó que no había combinación ni posibilidad para que yo llegue a tiempo a destino. Entonces pregunté: ¿En qué dirección está Palermo? Él me explicó y agregó: “Estás loco muchacho si piensas salir caminando a esta hora de aquí”. Tal vez era cierto si se refería a uno que coge su coche para ir a comprar tabaco a dos calles pero su advertencia no valía para mí que soy un duro siempre dispuesto a luchar. ¡Qué locura! Corrí hasta que pude y después iba lanzado a paso acelerado por un camino a oscuras; además, comenzó a llover. Llegué a las afueras de la ciudad, por allí seguía mi marcha y al mismo tiempo hacía autostop. En una noche cerrada y en esas condiciones sólo un chiflado podía parar para recoger a un extraño y el chiflado pasó y se detuvo sin pensar. Aquel generoso era un joven que venía del hospital de curarse los mordiscos que le había causado su compañero de aventuras y en ese momento también de viaje: un perro que venía sentado a su lado. Más que amo y mascota, se parecían a un matrimonio. El perro era uno de esos, mezcla por caso, grande y con cara de malo. El conductor hablaba de forma amable pero a veces se miraban, le recordaba a voces sus diferencias y le lanzaba algunas ostias en los morros. El compañero para nada se achicaba y gruñía de fea manera. Fue entonces cuando me dijo: “No sabes cuánto lo quiero a este mal parido”. Momentos después me dejaba en la puerta de la autovía. Allí esperaba un poco más tranquilo pensando cosas como: “Lo más difícil ya está hecho, recorrer los más de trescientos kilómetros que me separan de Palermo, será algo más que un paseo”. Había tránsito, incluso elegía los coches y en pocos minutos me levantó un señor con un automóvil de lujo pero cuando le expliqué mi situación, el mismo benefactor me quitó la ilusión de un plumazo; conocedor del entero camino que yo tenía por delante me dijo: “Dudo mucho que puedas llegar, la autovía termina a una hora de aquí. El resto es una sinuosa carretera que bordea el mar, pasa por dentro de todos los pueblos y en algunos tramos está en condiciones terribles”. Hoy las cosas han cambiado pero en aquella época todo lo que aquel conductor me dijo sobre el camino lo pude comprobar sobre la marcha. Bajé de aquel coche en una gasolinera y allí abordé un camión que iba directo a Palermo. Aquello aumentó mi esperanza y también mis dudas. Mis primeras palabras después de saludar al chófer fueron: “Debo tomar un tren a las seis y cuarenta y cinco”. Y el conductor respondió: “Pienso llegar a Palermo pasada las ocho, tal vez si no me detengo a desayunar, dando gas podríamos con suerte llegar, lo vamos a intentar”. Lo hizo pero su pequeño camión iba cargado y la carretera estaba muy difícil. Arriesgaba demasiado, nada vale más que la vida misma y, entonces, decidimos que me abandonase en un buen lugar. Porque cuando haces autostop el sitio es muy importante; hay que ubicarse en un espacio donde puedan vernos a distancia y donde el coche que nos vaya a recoger pueda detenerse sin dificultad y tenga suficiente  tiempo para frenar. Me apeé del camión y cuando este desapareció, me monté con una chica en su Volkswagen Golf, ella al igual que yo tenía prisa por llegar a algún lugar. Recuerdo que pasando Santo Stefano di Camastra, las olas escapaban como látigos del mar y golpeaban contra la carretera, aquello era emocionante, así lo sintió, subió el volumen de la música y arrimó gas.

Horas más tarde nos detuvimos a las afueras de Palermo, me indicó cual dirección tomar y me deseó suerte. Yo comencé a correr, ya no llovía pero el aire silbaba derrota cuando vi un autobús que venía en mi misma dirección y le hice seña. Estaba fuera de servicio, pero en el sur de Italia una gentileza tiene más peso que una formalidad. Se detuvo, abrió la puerta y me preguntó: “¿Adónde vas?”. A la estación, respondí: “Sube que paso cerca de allí”. Miré mi reloj y todavía faltaban algunos minutos e incluso contaba con la posibilidad de que el tren salga con retraso. Que sucesión de gente maravillosa que encontré esa madrugada, aquel me dejó en una calle del centro. Por fortuna conocía la ciudad. Me ubiqué deprisa y comencé a correr los últimos cuatrocientos metros con toda mi potencia como no lo había hecho nunca y como estoy seguro de que, de esa manera, no lo volveré a hacer en mi vida. Seis cuarenta y cinco la hora mágica, entré a toda velocidad en la estación a la altura del andén número 10, miré al vuelo una pantalla de información y vi que mi tren salía en la otra punta, sobre el andén número 1, no lo veía y continué en esa dirección. Sólo tenía dos vagones había partido, me llevaba cincuenta metros y fui a por el caballo de hierro. Arranqué por esa plataforma buscando velocidad final para despegar y donde terminaba la pista salté, me prendí de las manijas de la última puerta y alcancé a apoyar los pies sobre un pequeño saliente. Había llegado hasta allí y sabía que ni cien diablos podían impedir que abordase mi barco, además, si era necesario estaba dispuesto a viajar en aquella posición, fuera del tren, hasta la próxima estación. Pero aquel no era uno de los modelos modernos, sus puertas de dos hojas deslizantes llevaban burlete de goma; logré que cediera un poco y así clavé la punta del pie. A renglón seguido los dedos ganaron el interior, después me animé con la segunda mano, entre ambas tiraron con fuerza hacia lados contrarios y mi pierna ya estaba dentro, entonces, acomodé mi glúteo a un lado, entre ambas hojas de la puerta, y primero con los codos y luego con las manos empujé y logré la abertura necesaria por donde mi pequeña mochila y yo entramos al tren.»
El tren




Paisaje de Trapani



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